Una escuela en Texas prohibió el español y golpeó a estudiantes mexicoamericanos que se atrevieron - San Diego Union-Tribune en Español

2022-10-10 19:34:47 By : Mr. Wekin Cai

Oculta a simple vista en un rincón polvoriento de este remoto pueblo del oeste de Texas, la Escuela Blackwell se erige como un recordatorio duradero de lo que los estudiantes mexicano-estadounidenses soportaron durante décadas de segregación.

“Aprendí sobre el racismo aquí, en Marfa”, comentó Jessi Silva, de 73 años, quien asistió a la escuela cuando era niña en las décadas de 1950 y 1960.

Sentada en la escuela el mes pasado, Silva hizo un gesto hacia una paleta de madera con la cual los maestros solían azotar a sus compañeros de clase por hablar español.

Inaugurada en 1909 como una “escuela mexicana” de tres salones, Blackwell se expandió a media docena de edificios, y educó a más de 4.000 niños antes de cerrar, en 1965.

“Se les pedía a los alumnos que solo hablaran inglés en el campus”, afirma una placa histórica estatal en el exterior del edificio de estuco y adobe, que ahora es un museo. “Palabras en español escritas en tiras de papel fueron enterradas en el terreno en una ceremonia fúnebre simulada”.

En 1954, la profesora de inglés favorita de Silva, la Sra. Evelyn Davis, organizó el funeral simulado del “Sr. Español”.

El homónimo de la escuela, el ex director Jesse Blackwell, había promovido competencias académicas en español para aprovechar la fluidez de los estudiantes. Pero Davis, que anteriormente había enseñado a los hijos de los inmigrantes alemanes, temía que no les hubiera enseñado a hablar inglés lo suficiente.

“Otro de los maestros entró en nuestro salón y escribió la palabra ‘español’ en la pizarra, nos dio a cada uno de nosotros un pequeño papel y nos dijo que escribiéramos las letras que veíamos en el pizarrón”, recordó Silva.

Luego, la maestra recogió las hojas de papel “y nos llevaron a todos al asta de la bandera. Ya tenían un hoyo cavado y una caja”, recordó Silva. “Metieron los papeles de los estudiantes en ella y dijeron que podíamos votar para eliminar el idioma español. Por lo tanto, estábamos enterrando al ‘Sr. español’. Y ya no se nos permitía hablar ese idioma en la escuela”.

Once-segregated Mexican American school may become historic site.

Silva miró a sus compañeros de clase, quienes habían bajado la vista. “Entendí que me estaban quitando un derecho sin una explicación, sin decir nada”, comentó Silva. “Los estudiantes más grandes lo entendieron mejor que yo. Lo vi en sus caras”.

La resistencia a la prohibición surgió casi de inmediato entre los estudiantes. Dos alumnos portadores del “féretro” se enfrentaron durante el entierro simulado, según el relato de Davis, conservado en una exhibición. “Comenzaron a pelear entre sí en desacuerdo, lo cual fue seguido por la ira y luego una andanada de palabrotas en español”, escribió.

Más tarde ese día, uno de los compañeros mayores de Silva juró: "¡Nadie me va a quitar el derecho de hablar español!”. Un maestro escuchó y el estudiante de cuarto grado recibió una paliza, una práctica que se haría con otros más en los siguientes años.

Silva regresó a casa y les explicó a sus padres lo que había sucedido, en español. Su padre era camionero, su madre ama de casa. Ninguno había llegado a la preparatoria ni hablaba mucho inglés. Su abuela materna, que vivía con ellos, solo hablaba español. “No podía hablar con mi abuela en inglés porque me regañaba. Y al mismo tiempo no podía hablar español en la escuela”, recordó Silva. “Éramos disciplinados en ambos lados”.

En todo el suroeste, las antiguas escuelas segregadas para mexicoamericanos se han convertido en edificios de oficinas (Alpine, Texas) y centros comunitarios (El Paso) o han sido abandonadas (Marathon, Texas).

Blackwell es uno de los pocos que quedan en pie, pero estuvo a punto de sufrir un destino similar, provocado por la transformación de Marfa desde la década de 1970 en una colonia de artistas y un destino turístico. Primero, el distrito escolar demolió los edificios anexos para dejar espacio para una nueva construcción. Luego, la escuela se convirtió casi en una galería de arte.

Algunos exalumnos, incluido el hermano de Silva en California, estaban resentidos con la escuela y se negaron a colaborar para salvarla.

Pero Silva y otros decidieron que su experiencia, por dolorosa que fuera, era una historia vital: un monumento a esa segregación inmortalizada por la película “Giant”, realizada en Marfa en 1956. Así, convencieron al distrito para que firmara un contrato de arrendamiento de 100 años por $1 anual y agregara la escuela a los registros históricos estatales y nacionales.

A diferencia de las escuelas segregadas para estudiantes negros, las de estudiantes latinos no han sido designadas como sitios históricos nacionales, parte del sistema de parques nacionales, con el impulso que esto puede generar en la financiación federal, el personal y el turismo. Los defensores, incluida Silva, esperan cambiar eso.

“Es una de las estructuras mejor conservadas que aún existen de esa época”, comentó Kyle Groetzinger, vocero de la Asociación de Conservación de Parques Nacionales, que ha trabajado con Silva y otros exalumnos de Blackwell. “Lo que la diferencia con otros lugares es que todavía está en pie porque la gente la defendió”.

Con el apoyo del senador demócrata de California Alex Padilla y el senador republicano de Texas John Cornyn, se espera que el Senado apruebe una legislación que convierta a Blackwell en el primer parque nacional de este tipo. En diciembre, cuando la Cámara aprobó el proyecto de ley, la representante Teresa Leger Fernández (D-Nuevo México) habló sobre asistir a una escuela segregada similar.“Esto es simplemente parte de nuestra historia; debemos reconocerlo y entenderlo”, comentó.

Dada la edad y la salud de los exalumnos de Blackwell, hay presión para actuar. “Los estamos perdiendo, así que hay una urgencia”, señaló Gretel Enck, presidenta de la organización sin fines de lucro Blackwell School Alliance. “Tenemos la obligación de elevar este sitio, de contar estas historias”.

Blackwell se construyó en el lado latino de la ciudad, al sur de las vías del tren. Ofrecía clases desde primero hasta octavo grado. Los exalumnos recuerdan haber usado libros de segunda mano y material deportivo de Marfa Elementary, la escuela para estudiantes blancos.

Marfa High estaba técnicamente integrada, pero en los días previos al fallo de Brown vs. La Junta Educativa, la decisión de la Corte Suprema de 1954 que puso fin a la segregación legal en las escuelas, muchos estudiantes latinos nunca habían llegado tan lejos.

Los funcionarios de Marfa tardarían años en hacer cumplir el de Brown y otro fallo histórico de la Corte Suprema, Hernández vs. Texas, que estableció que la Enmienda 14 de la Constitución protege los derechos civiles de todas las minorías raciales o étnicas, no solo de los afroamericanos.

“Recuerdo haber visto letreros en los restaurantes donde se leía: ‘No se permiten negros ni mexicanos’. Recuerdo que me decían: ‘No puedes ir allí porque es un restaurante anglosajón’. ‘No puedes ir allí porque es una iglesia anglosajona’”.

— Jessi Silva, quien asistió a la Escuela Blackwell en su infancia, en la década de 1950.

Marfa finalmente construyó una nueva primaria y cerró Blackwell. Pero durante los primeros años, el distrito escolar todavía asignaba a estudiantes blancos y latinos a clases separadas.

Incluso después de que terminó la segregación legal, los alumnos latinos aún enfrentaban barreras económicas. Mario Rivera, de 78 años, tesorero jubilado del condado, y sus 10 hermanos, estaban entre una gran cantidad de estudiantes que faltaban a la escuela cuando sus padres los llevaban a recoger algodón. Para muchos en Blackwell, el octavo grado significó graduarse para trabajar.

Las familias latinas más adineradas enviaban a sus hijos a la escuela católica St. Mary’s. Pero eso costaba $4 por estudiante al año, demasiado caro para el padre de Silva. Algunos años ganaba solo $700 manejando camiones, y menos cuando los ganaderos blancos se negaban a pagarle, relató. “Siempre tenía hambre”, recordó Silva. “Tenía hambre antes de que sonara la campana a la hora del almuerzo. Tanta, que me comía los lápices, la mina, el grafito, de camino a la escuela”, recordó.

Cuando Silva estaba en tercer grado, su padre fue contratado en una planta de Heinz en Tracy, California. Entonces alquilaron una casa en un vecindario integrado donde Silva y sus tres hermanos asistían a escuelas públicas. “Me sorprendió ver los diferentes tipos de estudiantes que tenían, las razas”, narró Silva, no solo niños blancos sino también negros, chinos y filipinos.

Silva todavía recuerda sentarse a cenar después del primer cheque de pago de California de su padre. “Era un plato grande. Tenía ensalada, un trozo de carne y verduras. Y yo estaba sentada allí mirando el platillo como si fuera la cosa más hermosa que había visto en mi vida”, expresó.

“¡Vamos!”, le dijo su madre. “¡Come!”

Silva vaciló. “No quería estropearlo, porque era posible que nunca lo volviera a ver”, comentó.

Dos años después, en 1959, su abuela paterna se enfermó y la familia se mudó nuevamente a Marfa.

“Fue horrible”, recordó Silva, acerca de su regreso a casa en Marfa. “Que me dijeran que no podíamos ir a ciertos lugares aquí en Marfa porque no permitían a los hispanos”.

En Texas, los latinos eran técnicamente considerados blancos, según el Tratado de Guadalupe Hidalgo que puso fin a la guerra entre México y Estados Unidos. Pero en la práctica, todavía estaban segregados.

Cuando los equipos deportivos de Blackwell viajaban para competir, los restaurantes y moteles no les atendían, recordó Joe Cabazuela, de 77 años, graduado de Blackwell. Los estudiantes-atletas comían alimentos para llevar y dormían en el piso de los gimnasios escolares donde jugaban. Cabazuela podía ir al Texas Theatre de Marfa para ver películas en español, pero al otro lado de la calle principal en el Palace Theatre, tenía que sentarse hasta arriba.

La ciudad tenía iglesias católicas separadas para residentes blancos y latinos; la piscina local contaba con un “Día mexicano”. Hasta hoy, una cerca de alambre de púas en el cementerio separa a los muertos blancos y latinos del pueblo.

“Recuerdo haber visto letreros en los restaurantes, ‘No se permiten negros ni mexicanos’”, remarcó Silva. “Me decían: ‘No puedes ir allí porque es un restaurante anglosajón. No puedes ir allí porque es una iglesia anglosajona’”.

Solo un par de hombres negros vivían en Marfa, agregó Silva, y los visitantes negros sabían que no debían quedarse a pasar la noche, que era una “ciudad del atardecer” [en inglés original sundown town; pueblos en el sur donde las autoridades les decían a las personas negras que se marcharan antes de la puesta de sol].

Las citas interraciales eran tabú, recordó Cabazuela. “Pero aun así lo hacíamos. Lo hacíamos de noche; no podías salir en público”.

Polly Boelter, otra estudiante de Blackwell, escuchó a excompañeros de clase blancos de Marfa High y algunos latinos, incluido su hermano, insistir en que su ciudad nunca fue segregada. “Hay muchos negadores ahora”, comentó Boelter, de 83 años, quien se mudó a Los Ángeles, se casó y trabajó como asistente de maestros durante mucho tiempo en North Hollywood High. Es por eso que Blackwell necesita ser preservada, enfatizó: es una prueba. “Esas cosas realmente sucedieron”.

La primera victoria legal contra la segregación estadounidense fue en el condado de San Diego en 1930, cuando los padres mexicoamericanos demandaron con éxito al distrito de Lemon Grove para integrarse. Pero pasaron años antes de que se integraran el resto de las escuelas “mexicanas” de California, cuyos calendarios seguían determinados por las temporadas de cosecha de cítricos y nueces.

Una década después del caso de Lemon Grove, más del 80% de los estudiantes mexicoamericanos del estado todavía asistían a escuelas segregadas. Se necesitó otra demanda de los padres en Westminster para poner fin a la práctica, en 1947.

El senador Padilla, de 48 años, creció asistiendo a las escuelas del Valle de San Fernando que eran mayoritariamente latinas, todavía integradas a través del transporte escolar. Recuerda lo que descubrió mientras viajaba con su equipo para jugar béisbol contra otras preparatorias: “Noté la diferencia en la calidad de las instalaciones, la calidad de vida en distintos vecindarios en comparación con el mío. Eso me abrió los ojos a las desigualdades que aún existían años después de la integración de las escuelas”, comentó Padilla.

Padilla señaló que sus maestros nunca lo castigaron por hablar español. Pero luego se enteró de que habían desanimado a los estudiantes mayores, incluido el concejal de la ciudad de Los Ángeles, Gil Cedillo, y el ex alcalde Antonio Villaraigosa. Es por eso que Padilla copatrocinó la legislación Blackwell.

“La escuela Blackwell se erige como un ejemplo de cómo los poderes fácticos, alguna vez, intentaron suprimir nuestra comunidad y nuestra cultura”, señaló. "... Si suprimes el lenguaje y la cultura, suprimes la identidad”.

Padilla y su esposa ahora crían a sus tres hijos, de siete, ocho y 14 años, bilingües. Preservar Blackwell como un hito nacional ayudará a recordar a la próxima generación su herencia, dijo. También podría servir como un recordatorio de los peligros de la segregación económica en un momento en que los estudios de la UCLA muestran que las escuelas públicas más segregadas de facto del país para los latinos se encuentran en California, seguida de Texas.

“Para apreciar dónde estamos, hacia dónde vamos y hacia dónde debemos ir, necesitamos entender dónde hemos estado”, agregó Padilla. “Es necesario contar la historia completa”.

Silva se convirtió en asistente médico, se instaló en Stockton y trabajó en Kaiser Permanente durante 45 años, antes de retirarse a Marfa.

Los descendientes de algunos graduados de Blackwell no hablan español. Pero los hijos y el nieto mayor de Silva sí y, a veces, incluso la llaman para pedirle que les enseñe más.

Revivir el español estaba en la mente de la mujer cuando organizó una reunión de Blackwell, en 2007. “Se nos ocurrió la idea de poner un diccionario de español en un pequeño ataúd falso, y enterrarlo de nuevo”, comentó.

El compañero de clase de Silva, que había sido criticado por jurar que nunca dejaría de hablar esa lengua, se unió a excompañeros cerca del sitio de la antigua asta de la bandera. Mientras la multitud vitoreaba, desenterró el ataúd de madera contrachapada y extrajo el diccionario.

“¡Yo tengo el español!”, exclamó, sosteniendo el diccionario en alto.

El recuerdo hizo sonreír a Silva mientras estaba sentada en la escuela, el mes pasado. “Fue simbólico”, comentó. “Lo estamos trayendo de vuelta. Estamos sacando a la luz nuestra herencia”.

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